jueves, 19 de mayo de 2011

uruguay del 900 en Vanger, Milton

Vanger, Milton: José Batlle y Ordóñez, el creador de su época (1902-1907)
E.B.O. Montevideo, 1992



URUGUAY, 1902

Con cauteloso optimismo, El Siglo, el diario más serio de Montevideo, hizo su pronóstico para 1902: un año próspero, si no había revolución. (1) El próximo presidente de la República sería electo el 1° de marzo de 1903, y la campaña electoral estaba por iniciarse. La gente respetable es­taba preocupada porque las elecciones podrían destruir el equilibrio armado que existía en ese momento entre los rivales tradicionales de los colorados, todavía en el gobierno, y los blancos aún fuera de él, pero más cerca del poder que en muchos años. Los hombres de negocios miraban con envidia hacia el otro lado del Río de la Plata, hacia la Argentina, en donde la po­lítica estaba ahora subordinada al progreso, donde el adelanto era evidente en todas partes. En el Uruguay el adelanto era difícil. Los optimistas des­tacaban que Montevideo, una ciudad importante, tenía una población de cerca de 300.000 habitantes (2), y citaban la estadística de que pese a se: el país más pequeño de América del Sur, el Uruguay tenía la más alta den­sidad de población. Aquellos cuyo optimismo se había atemperado recor­daban que el Uruguay, con una superficie que duplicaba la de Portugal, solo tenía un millón de habitantes, una tercera parte de los cuales residía en la capital. Si el interior tuviera más gente y menos ganado, tal vez, no habría tantas revoluciones gauchas.

Viajeros extranjeros tradicionalmente entraban al país por el puerto de Montevideo, el mejor puerto natural del Plata. Los vapores oceánicos tenían demasiado calado para amarrar y sus pasajeros trasbordaban a lanchones para desembarcar. Esto pronto se remediaría. Una compañía cons­tructora francesa estaba dragando el puerto y construyendo muelles con la más moderna tecnología. Aquí había una prueba de progreso, una prueba formidable, porque el nuevo puerto, la mayor realización del gobierno, se estaba financiando mediante impuestos aduaneros adicionales y no por medio de un préstamo extranjero. (3)

Una vez en la ciudad, el visitante extranjero casual poco veía en Mon­tevideo para detenerlo a expensas de Río de Janeiro o de Buenos Aires, las escalas siguientes al Norte y al Sur, respectivamente. Lo más que po­dría decir un visitante español era que Montevideo le recordaba a una ciu­dad marítima de España, todavía no corrompida por exceso de cosmopolitismo. Un agente comercial norteamericano se trasladó sin tar­danza a Buenos Aires. (4) Pero los ciudadanos de Montevideo comparaban a la actual ciudad con el Montevideo de antes, no con otros lugares. En todas partes había evidencias de adelanto: barrios nuevos, luz eléctrica, teléfono, gas; incluso los tranvías de tracción a sangre estaban por ser reem­plazados por tranvías eléctricos.

En Montevideo convergía la red ferroviaria del país, trayendo ganado, lana y cueros del interior para ser seleccionados, procesados y embarcados al exterior. Las casas extranjeras se encargaban de buena parte de estos negocios y la mayoría de los bancos también eran propiedad de extranje­ros. El capital británico dominaba; todos los servicios públicos eran ingle­ses, salvo el sistema eléctrico. Las inversiones británicas en el Uruguay, unos 35,8 millones de libras, excedían en mucho a todos los demás capi­tales extranjeros. Los anglo-uruguayos creían incluso que Inglaterra tenía más importancia en la economía del Uruguay que en la de la Argentina (5), donde la colonia inglesa era tan famosa y tan influyente.

En el Uruguay, una red de negocios, actividades sociales y casamientos unía a comerciantes y ejecutivos extranjeros con sus equivalentes uruguayos y sus abogados montevideanos. Estos hombres eran las "clases conservadoras", nombre que llevaban con orgullo. Las clases conservadoras creían en negocios, progreso, y en política sensata. Leían El Siglo v compartían las lamentaciones del diario por las aberraciones pasionales «ir l»s partidos políticos tradicionales del Uruguay. Las clases conservadoras eran el grupo social organizado más influyente del país y el presi­dente, Juan Lindolfo Cuestas, ese viejo irascible, rechoncho y feo, que había asumido el poder cuando un joven desconocido asesinó a su predecesor, se respaldaba firmemente en su apoyo.

Las únicas empresas industriales verdaderamente de gran escala que ludía en Montevideo eran los mataderos y los anticuados saladeros. Se esperaba la instalación de frigoríficos a breve plazo, pero, fuera de esto, las perspectivas de una gran industria eran limitadas, pues no se disponía de recursos naturales, el mercado uruguayo era pequeño y el capital local, tímido. Elevados aranceles aduaneros, reconocidamente proteccionistas desde IR88, (6) permitían que una cantidad de empresas en gran parte pequeñas produjera mercaderías para las necesidades internas. Predominaban los ne­gocios pequeños: 11.687 establecimientos, en su mayoría comercios mi­noristas, pagaban el impuesto de patente de giro. (7)

Los sindicatos de trabajadores eran débiles, con líderes anarquistas o marxistas, y de existencia efímera. Aunque las condiciones de trabajo eran malas —30 pesos por mes se consideraba un buen sueldo— la organización laboral resultaba difícil. No solo los patrones eran más poderosos que los sindicatos, sino que el gobierno normalmente rompía huelgas y arrestaba a sus líderes. Como lo declaró el diario del presidente Cuestas:

“Los que de antigua fecha conocen el espíritu pacifico y ordenado de nuestras clases obreras, se dan perfecta cuenta de que estos movimientos no han sido espontáneos, sino el resultado de una agitación artificial pro­movida e instigada por individuos, llegados del exterior con este deter­minado propósito de agitar y sublevar la gente con el espejismo seductor de condiciones mejores.” (8)

Una de las atracciones de Montevideo era una adornada construcción victoriana, la estación del ferrocarril. Cerca de 2.000 kilómetros de rieles ferroviarios salían de la capital divididos en tres líneas: la línea Noroeste, que costeaba el litoral; la ruta Central y la línea del Este, cercana a la costa atlántica. Las líneas del litoral y del centro llegaban hasta la frontera con el Brasil; el ramal del Este se detenía en el pueblo de Mico Pérez, situado a 230 kilómetros de Montevideo, y de allí se seguía el viaje en diligencias y carretas de bueyes. El sistema era todavía incompleto, el plan era de con­tinuarlo hasta que las tres líneas conectaran con las líneas ferroviarias li­mítrofes y hacer de Montevideo el puerto de embarque para toda la zona meridional de América del Sur. (9) Los ferrocarriles, propiedad y admi­nistración de empresas británicas, habían sido construidos con capital in­glés y la garantía del gobierno uruguayo de determinada ganancia por kilómetro. Periódicas dificultades financieras del gobierno habían obligado a refinanciar las garantías pero el gobierno todavía pagaba a las compañías una suma anual que se acercaba al diez por ciento del presupuesto nacional.

Por pesado que fuera el gravamen que sufría el gobierno, las regiones que todavía carecían de ferrocarriles imploraban por nuevas líneas. Los ferrocarriles significaban mayor valor de las tierras, transporte directo de ios productos a la capital y prosperidad. Esto resultaba particularmente cierto porque los caminos, dibujados con prolijas líneas rojas en los mapas, eran de hecho apenas trochas anchas, impracticables atolladeros fangosos en la estación lluviosa del año y, el resto del tiempo, polvorientos surcos de ca­rretas buenos solo para jinetes o ganado en pie.

Los ferrocarriles habían sido una de las causas principales de los cam­bios dramáticos en el interior uruguayo en los treinta años anteriores. No es que hubieran surgido grandes ciudades. Al contrario, los ferrocarriles, al hacer de Montevideo el único punto terminal para las exportaciones del país, habían asegurado el predominio de la capital. Las ciudades que le seguían en importancia, los puertos, río arriba, de Salto y Paysandú — me­nos de 20.000 habitantes cada una— eran literalmente pigmeos en compa­ración con Montevideo. La transformación dramática aconteció en las estancias.

El Uruguay había sido una pradera enorme sin alambrar, en donde gau­chos forzudos juntaban periódicamente ganado semisalvaje que cuereaban dejando la mayor parte de la carne. Luego vino el alambrado, que permitió a los estancieros controlar la cría y producir un novillo más pesado y una oveja con más lana y con lana más fina. Se importaron carneros y toros de raza, se marcaron claramente los límites de las estancias y se colocaron alambrados. (10) La tierra y el ganado ahora valían. El alambrado redujo la necesidad de peonadas; los estancieros ya no podían permitir que hordas de agregados, útiles para los rodeos y para la guerra, vivieran de sus ani­males, y se les forzó a irse. Estos gauchos fueron arrastrados al ejército o a refugiarse en los "pueblos de ratas". Allí, aunque padecían todos los males que la humanidad puede sufrir, llamaban poco la atención o la com­pasión. Sencillamente, existían.

En 1902, la Cámara de Diputados estaba deliberando sobre franquicias a los frigoríficos. Ya en el Uruguay la relación entre el ganado y la po­blación era la más alta del mundo. Los frigoríficos, universalmente bien venidos, proporcionarían un mercado nuevo y, al ofrecer mejores precios por animales más pesados, acelerarían el proceso de mejoramiento del ga­nado. Nadie conocía la cantidad exacta de ganado existente. Oficialmente, había 17.927.071 ovejas y 7.029.078 bovinos, pero esas cifras provenían de declaraciones voluntarias de los estancieros, reducidas por temor a los recaudadores de impuestos; los mejores cálculos estimativos daban una ci­fra real de entre ocho y nueve millones de bovinos, con unos veintidós a veintiocho millones de ovejas. (11)

Mientras la ganadería había evidentemente progresado y podía espe­rarse que mejorara con rapidez una vez que comenzaran a funcionar los frigoríficos, la agricultura permanecía estacionaria. El censo rural de 1900 mostraba 14.515.104 hectáreas de tierras dedicadas al pastoreo, con menos de 500.000 hectáreas cultivadas. (12) La escasa agricultura existente, en su mayor parte trigo y maíz para el mercado local, tenía carácter marginal.

La Argentina, al otro lado del río, se había convertido en uno de los gran­des productores de cereales del mundo, pero el Uruguay solo criaba ovejas y novillos.

En una chacra próspera, la ganancia por hectárea era mucho más ele­vada que en una estancia. Los propagandistas del progreso aseguraban que la agricultura poblaría el interior y proporcionaría una solución a los' 'pue­blos de ratas", mientras que las estancias, basadas hasta el momento actual por completo en praderas naturales, podían mejorar enormemente con la siembra de forrajes. Una de las razones por las cuales el gobierno había subvencionado a los ferrocarriles era la esperanza frustrada hasta ese en­tonces, de que traerían la agricultura.

Unos atribuían la escasez de agricultura a la pobreza del suelo; otros insistían en que la causa residía en que unos pocos estancieros eran dueños de la mayor parte del país y se negaban a subdividir. Había solamente 22.674 estancias, (13) grandes y pequeñas, en todo el Uruguay y se sabía que al­gunas personas controlaban regiones enteras. De hecho, había pocos títulos de propiedad absolutamente sin tacha, puesto que buena parte de la tierra pública había sido ocupada con la obligación de un pago futuro. Muchos estancieros todavía no habían pago esas tierras fiscales y, en consecuencia, no tenían especial interés en que se promulgara la legislación que limpiaría los títulos porque tendrían que pagar al Estado o perder las tierras. (14)

La Asociación Rural, fundada en 1871 para hacer propaganda en favor del alambramiento y modernización de las estancias, estaba realizando su primer Congreso Rural en Montevideo. Cuando las deliberaciones llegaron a la "cuestión social", el Congreso manifestó verdadera preocupación, no por los habitantes de los "pueblos de ratas", sino de que esos individuos robaran ganado para sobrevivir. El Congreso propuso una solución: el go­bierno debía incrementar la policía del interior y establecer colonias pe­nales (15).

Había consenso en la conveniencia de la educación pública. Uruguay tuvo su Sarmiento en José Pedro Várela, quien visitó al argentino en los Estados Unidos. Várela identificó el éxito norteamericano con su sistema de educación pública y se prometió duplicar el proceso en el Uruguay. Para realizar su ideal hasta participó en el gobierno del dictador militar coronel Latorre, cuyo gobierno fundó el sistema de educación pública centralizado, gratuito y obligatorio, que comenzó a funcionar en 1877. Los méritos del sistema eran evidentes y pronto fueron aplaudidos por aquellos que al prin­cipio se habían opuesto no por oponerse a la educación pública sino por ser contrarios a que se colaborara con dictadores. En los últimos años el progreso educativo se había estancado debido a la falta de recursos guber­namentales para extenderlo. El censo de 1900 mostró un porcentaje de anal­fabetismo del 46,46%. Cerca de la frontera con el Brasil, dos de cada tres personas no sabían leer e incluso en Montevideo, en donde era el más bajo, una de cada tres era analfabeta. (16) Esta situación no satisfacía a nadie; el sueño todavía no había perdido su lustre: la educación haría de los pe­rezosos criollos tesoneros trabajadores yanquis. (17)

También se favorecía la inmigración, para hacer producir al país. En un tiempo, el Uruguay se había visto invadido por recién llegados (el 33,53 % de la población había nacido en el extranjero en 1860), pero en los últimos años los inmigrantes brasileños y argentinos en el norte y, en Montevideo, italianos y españoles habían dejado de venir (los nacidos en el exterior en 1900 habían bajado al 21.64%) hasta el punto que las estadísticas oficiales —probablemente exageradas— indicaban que solo 7.960 inmigrantes ha­bían entrado en 1902. (18)

La ilegitimidad, sin embargo, originada por los "pueblos de ratas", por la insistencia de los estancieros en que sus peones no tuvieran sus fa­milias en las estancias y por los barrios bajos de Montevideo, era muy alta: uno de cada cuatro nacimientos era hijo natural. (19)

La ilegitimidad también era un indicio de que la influencia de la Iglesia entre las clases populares era débil, algo evidente entre los intelectuales, Que siguiendo el ejemplo francés que tanto admiraban, eran liberales en lo religioso. Aunque la Constitución establecía que "la religión del Estado es la Católica Apostólica Romana", los liberales habían debilitado el vínculo: el número de conventos estaba limitado por ley y el matrimonio civil era obligatorio. Había solo 122 curas párrocos en todo el país y en Montevideo, el 40% de las parejas que contraían matrimonio se limitaban a la ceremonia civil y omitían la religiosa. (20)

En general las relaciones entre la Iglesia y el Estado se habían calmado últimamente. Cuando un liberal presentó un proyecto de ley de divorcio a la Cámara de Diputados, fue enterrado en comisión, acción elogiada por el diario del presidente Cuestas:

estamos convencidos de que el país ni está preparado para esta reforma radical, ni ha demostrado empeños o deseos para que ella se lleve a cabo". (21)

Pese a la predicción de El Siglo, 1902 no fue un año particularmente bueno para la economía del país; el colapso de varias importantes casas de lana francesas perjudicó al comercio. Aun así, no fue nada comparable a la crisis terrible de 1890, una fecha que, al recordarla, todavía hacía tem­blar a los comerciantes.

A fines de la década de 1880, las especulaciones argentinas inundaron al Uruguay y contaminaron a los hombres de negocios locales. Un fabuloso promotor, Emilio Reus, (22) el centro del boom, tenía toda clase de pro­yectos: nuevas empresas comerciales (se incorporaron 500 nuevas socie­dades), construcción de barrios nuevos (en 1902, todavía estaban las calles sin terminar en las afueras de Montevideo); un nuevo banco privado, con el respaldo del Estado, el Banco Nacional. Cuando el Banco Nacional que­bró, el gobierno estuvo a punto de quebrar también pues tuvo que arreglar cuentas con los acreedores. La deuda pública aumentó vertiginosamente, sus ingresos disminuyeron precipitadamente y se tuvo que rebajar el sueldo de los empleados públicos en un 15%. El costo total del desastre económico, para el gobierno y los comerciantes, ascendió a unos 200 millones de pesos oro, casi el equivalente al valor total declarado de los bienes raíces del país. (23)

Algo se salvó del crac. El sistema eléctrico de Montevideo quedó en poder del Estado y en 1896, para reemplazar al desaparecido Banco Na­cional, se estableció por ley el Banco de la República, agente financiero del gobierno y también banco para el público. Fue concebido como banco mixto estatal-privado pero, a pesar de ser administrado en forma conser­vadora, el capital privado se negó a invertir en él.

Los hombres de negocios abandonaron las especulaciones después de 1890. Gradualmente, la actividad comercial fue mejorando; hacia 1899, el comercio exterior total, el mejor indicador de la prosperidad nacional, había vuelto al nivel de 62 millones de pesos alcanzado en 1889, el último año del boom. Desde 1899 había oscilado entre 50 y 60 millones. (24) To­davía impresionados por el crac de 1890, en vez de invertir sus ganancias en nuevas actividades, los hombres de negocios preferían depositarlas en bancos de confianza; la inestable situación política era razón suficiente para ser prudente.

El comercio exterior uruguayo tenía proyecciones mundiales, pero la mayor parte de él se concentraba en transacciones con los países vecinos, con Europa occidental y con los Estados Unidos. El 90% de las exporta­ciones procedía de las estancias —lana, cueros y productos de carne para Europa, cueros para los Estados Unidos. Las categorías de importación eran reveladoras: en 1902, el 57,20% del total de las importaciones eran productos alimenticios, bebidas y textiles, indicativo de la aún escasa in­dustrialización uruguaya. (25)

Los ingresos del gobierno subían o bajaban con el nivel de las importaciones —así el comercio exterior era tan crucial al gobierno como a la economía. Tanta dependencia en los derechos aduaneros fue reconocida por los expertos en impuestos como peligrosa para las rentas públicas, pero era el impuesto tradicional y el más fácil de recaudar. La contribución inmobiliaria, aunque importante, producía ingresos limitados, ya que resul­taba políticamente imposible avaluar las propiedades en su valor verdadero. El año fiscal de 1901-1902, confirmó la centralidad rentística de la Aduana: incluyendo las entradas municipales, el ingreso total fue de unos 18 millo­nes de pesos, de los cuales unos 10,5 millones provenían de derechos adua­neros y dos millones de contribución inmobiliaria. Ningún otro impuesto alcanzó a un millón de pesos. (26)

En el presupuesto nacional para 1901-1902, de 16,1 millones, estaban incluidos unos 19.000 empleados públicos, que todavía soportaban el des­cuento impuesto en 1890. También incluía un rubro de 9.036.420 millones de pesos para atender a los gastos de la Deuda Pública —testimonio de la trágica historia financiera del país—. El ejército requería un millón sete­cientos mil pesos; la policía, un poco más. El saldo restante para escuelas, caminos u obras públicas era simplemente insuficiente. (27)

El Presidente Cuestas estaba orgulloso de su actuación como adminis­trador. Había elaborado el plan para financiar la construcción del puerto cíe Montevideo con patentes adicionales de importación; era implacable con los empleados públicos deshonestos. Los Títulos de Deuda Pública, en su mayor parte en manos de tenedores en el exterior, estaban subiendo. Se cotizaban al 42,25% del valor a la par, un precio bajo, pero satisfactorio si se lo comparaba con cotizaciones anteriores. Cuestas había controlado el presupuesto y, al fin de su administración, afirmó, para deleite de los hombres de negocios, que el presupuesto NO PRESENTA DÉFICIT. Es­taba tan orgulloso de su hazaña que, en el mensaje oficial, estas palabras fueron impresas con letras mayúsculas. (28)

No todo era motivo de orgullo en la historia política del Uruguay. La política había sido el enemigo del progreso. Eduardo Acevedo se sintió obligado a comenzar su Historia económica del Uruguay, publicada en 1903, con una tabla, no de los ciclos económicos que había atravesado el país, sino con un cuadro titulado Presidencias y Dictaduras. (29) El número de revoluciones, de todo tipo, alcanzaba a casi cincuenta.

Varios factores podían aducirse como explicación. Era un axioma que las repúblicas latinoamericanas no estaban preparadas para ser naciones cuando alcanzaron la independencia y esto en ningún caso tenía más visos de verdad que en el Uruguay. Aunque los orientales, encabezados por su héroe Artigas, fueron tomando gradual conciencia de ser un grupo aparte del resto de la región del Plata, es probable que la mayoría de ellos hubiera quedado satisfecha con ser una provincia autónoma de una confederación argentina. En cambio, como ni la Argentina ni el Brasil podían quitarse una a la otra la provincia por medio de la guerra, y como Inglaterra creía que un Estado que sirviera de valla mantendría el equilibrio de poder en el Plata, con la mediación de Inglaterra, la Argentina y el Brasil aceptaron un Uruguay independiente.

Los caudillos rivales Rivera y Oribe, pronto se pelearon y el Estado amortiguador se convirtió en un campo de batalla. La Argentina estaba pa­sando por un proceso difícil de organización nacional y su política se des­bordaba al otro lado del río. El Brasil imperial, mejor organizado, estaba alerta para aprovechar las oportunidades. El resultado fue que la política interna uruguaya no pudo separarse de los acontecimientos exteriores. Los partidos uruguayos en conflicto buscaron y recibieron apoyo armado de la Argentina y del Brasil. Recién a mediados de 1870, cuando el equilibrio de poder en el Río de la Plata fue establecido al finalizar la Guerra del Paraguay y la Argentina solucionó sus propios problemas de organización, la política del Uruguay quedó, sin mayor intervención extranjera, en ma­nos de los uruguayos.

La inexperiencia política y las incursiones de poderosos vecinos eran dos factores que explicaban la tabla de Acevedo. Un tercer factor fue la intensidad de los sentimientos partidarios que surgieron en los años de des­órdenes políticos que siguieron a la independencia. Desde 1843 a 1851, los partidarios de Oribe, con divisa blanca, sitiaron a los de Rivera, con divisa colorada, en Montevideo. Los blancos de Oribe recibieron ayuda de Rosas, dictador de la Argentina. Los colorados de Rivera contaban con el apoyo naval y financiero de Francia e Inglaterra. Durante la Guerra Grande, un uruguayo o uruguaya era colorado o blanco, y nadie, ni sus hijos, lo olvidarían. Los sentimientos partidarios trascendían el plano pu­ramente político para acercarse al religioso: los miembros de un mismo partido se llamaban entre sí "correligionarios".

Intelectuales y comerciantes estaban consternados ante este espíritu par­tidista. Tanta sangre se había derramado por esos "trapos blancos y rojos". La reciente Universidad de Montevideo enseñaba un liberalismo doctrina­rio; los "doctores" creían en la evolución y deseaban que el Uruguay si­guiera los pasos de la "evolucionada" Argentina, y sustituir sus partidos tradicionales por partidos principistas, sus gobiernos de "hombres" por gobiernos de "la ley". Predicaban la libertad política y la representación proporcional, pero detrás de esta prédica estaba la creencia de los doctores en que la élite educada —ellos mismos— debía gobernar el país en vez de ser gobernado por caudillos analfabetos con sus bandas de desharrapados.

(30)

A principios de la década de 1870, al acordar los dos partidos una tre­gua, los principistas tuvieron su oportunidad. Las cámaras legislativas se hicieron eco de defensas inteligentes de la libertad, pero, frente a una crisis monetaria, el liberalismo doctrinario no supo qué hacer. Esto abrió el ca­mino a los oficiales del ejército que propusieron establecer el orden e ig­norar por completo a la política. Se impuso la dictadura militar, manteniéndola por medio del asesinato, coerción y exilio. Los caudillos del interior fueron domados, los derechos de propiedad asegurados; se fo­mentó el desalojo de los gauchos y se afianzó el poder del gobierno central. Pero el respaldo en que se apoyaban los dictadores militares se iba reduciendo constantemente. Los doctores estaban horrorizados ante el terro­rismo dictatorial; dentro de los partidos tradicionales las generaciones jóvenes intentaron rebelarse. Los jefes del ejército se traicionaban unos a otros para disfrutar del poder: Latorre, el primero de los militaristas, fue exiliado por su sucesor, el general Santos, y cuando una bala procedente de la pistola de un asesino hirió a Santos, el general Máximo Tajes lo reemplazó. Tajes reconoció que el único modo de asegurar su permanencia en el poder era ampliar las bases de su apoyo político y destacó su coloradismo. Su prin­cipal ministro, Julio Herrera y Obes, el más capaz de los doctores, también comprendió que en lugar de tratar de eliminar a los partidos tradicionales era más sensato dirigirlos. Tajes logró terminar su mandato y Herrera y Obes, líder del Partido Colorado, lo sucedió como presidente en 1890, tra­yendo con él al gobierno civil.

Ambos partidos habían sobrevivido durante el militarismo; los Colo­rados en el poder desde 1865 (los militares, al principio, no gobernaron como partidistas), contaban con más empleados públicos que los Blancos. Los dos partidos eran nacionales, no regionales; aunque no había censos políticos, era opinión generalizada que había más estancieros y campesi­nos Blancos que Colorados, pero muchos Colorados vivían en el interior y muchos Blancos vivían en Montevideo, ciudad considerada Colorada desde la Guerra Grande. Ambos partidos habían desarrollado programas parti­darios —el Partido Blanco empezó a llamarse Partido Nacional— y ambos, en el papel por lo menos, eran organizaciones desde lo departamental a lo nacional. (31)

Al finalizar el siglo XIX, la política uruguaya presentaba aspectos alentadores: en primer lugar, la Argentina y el Brasil se mantenían fuera de la política del Uruguay. Segundo, la autoridad del gobierno era nacional los servicios gubernativos tales como los tribunales y la policía, estaban razonablemente bien establecidos. Tercero, los partidos políticos eran or­ganizaciones, no simples grupos de líderes y partidarios. Cuarto, los uru­guayos tenían gran interés en la política y en los partidos tradicionales. Desde el punto de vista de las clases conservadoras, este cuarto punto no era nada alentador.

El período de retorno al gobierno civil, de 1890 a 1902, se parecía, superficialmente, al pasado: revolución, asesinato del presidente, dictadura, contrarrevolución y elecciones arregladas. Aun así, algún "progreso" se había logrado.

Herrera y Obes gobernó como partidista Colorado, provocando el ale­jamiento de los Nacionalistas. Dejó de lado sus-promesas pre- presidenciales de elecciones libres —la masa inculta no estaba preparada— y perdió así el apoyo de la fracción popular del Partido Colorado. Su gobierno también tuvo que afrontar la crisis económica de 1890. Con todo, Herrera y Obes dominó la situación. El ejército obedecía y no mandaba, incluso durante los caóticos veintiún días posteriores a su mandato, cuando Herrera y Obes, cuya reelección estaba prohibida por la Constitución, trató de manejar a la legislatura que estaba eligiendo a su sucesor.

Un miembro subalterno del grupo de Herrera, Juan Idiarte Borda, sa­lió presidente. Idiarte Borda continuó la política de Herrera y Obes, pero carecía de prestigio y su gobierno fue abiertamente corrupto. La fracción popular Colorada lo resistió y, en 1897, Aparicio Saravia encabezó una revolución Nacionalista. (32)

Durante la época militarista hubo frecuentes conspiraciones y cuarte­lazos, así como revoluciones malogradas organizadas en la Argentina, pero no había habido guerra civil en gran escala desde la revolución Blanca de 1872. Muchos creían que los estancieros tenían demasiado que perder, con sus campos nuevamente alambrados, para correr el riesgo de una revolu­ción. Saravia, que había aprendido a luchar a las órdenes de su hermano en las guerras gauchas ríograndenses, demostró que todavía era posible la revolución blanca. El gobierno, incapaz de derrotar a la revolución, aceptó un armisticio en agosto pero las bases nacionalistas de paz no fueron acep­tadas por Idiarte Borda. El 25 de agosto de 1897, fecha de la independen­cia, un joven desconocido, enardecido por la violenta campaña desencadenada por la prensa opositora, le disparó un tiro a Idiarte Borda que en ese mo­mento salía de la Catedral después del Tedeum en honor de la fecha patria. El tiro fue a quemarropa y el Presidente Idiarte Borda murió casi instan­táneamente. (33)

Juan Lindolfo Cuestas, presidente del Senado, un anciano enclenque que caminaba con la ayuda de un bastón, asumió provisoriamente la pre­sidencia. Demostró inesperada energía y perspicacia. Comprendió que el grupo cerrado que rodeaba a Idiarte Borda estaba perdido, reunió a los ne­gociadores y concertó la paz con la revolución. La revolución de 1872 ha­bía dado a los nacionalistas las jefaturas políticas de cuatro departamentos.

En el pacto de paz del 97 la concesión más importante cíe Cuestas fue su compromiso de designar jefes políticos nacionalistas para administrar seis departamentos. Este pacto fue el primer acuerdo importante de paz uru­guayo llevado a cabo sin mediación extranjera.

Reforma electoral y honestidad administrativa había sido el estandarte de la revolución. Cuestas de inmediato presentó una ley electoral que es­tablecía la representación de la minoría y corrigió abusos administrativos. Hubo un rápido realineamiento político. Los nacionalistas apoyaban a Cues­tas. La fracción colorada popular, que se había opuesto a Idiarte Borda, ahora estaba con Cuestas; los colorados colectivistas pro Idiarte Borda cons­tituyeron la oposición. El problema central era si la legislatura, elegida bajo Idiarte Borda, votaría a Cuestas presidente de la República el 1° de marzo de 1898. Se advirtió a los legisladores que tenían dos alternativas: Cuestas como presidente o Cuestas como dictador. "Cuestas, cueste lo que cueste" era el dicho popular y, detrás del dicho, estaban las clases conservadoras, los nacionalistas y los colorados pro-Cuestas.

La legislatura se negó a elegir a Cuestas. De inmediato Cuestas, con el ejército a un lado, clausuró la legislatura, la sustituyó con un Consejo de Estado, compuesto de sus partidarios colorados y nacionalistas, y se proclamó dictador. El 4 de julio de 1898 se sofocó la contrarrevolución de un sector militar. El Consejo de Estado aprobó y Cuestas firmó la re­forma electoral, pero los partidos del gobierno, tanto colorado como na­cionalista, consideraron que la situación era demasiado delicada para correr el riesgo de una contienda electoral. Hicieron un acuerdo, un pacto para dividirse entre ellos las bancas legislativas. La nueva legislatura, después de "elecciones" generales, se reunió, y el 1° de marzo de 1899 eligió a Juan L. Cuestas presidente constitucional de la República.

Desde la contrarrevolución del 4 de julio, Cuestas había perdido su confianza en el ejército. Sus temores de un motín inspirado por los colo­rados de la oposición llegó a ser una obsesión. Sus continuos ataques con­tra posibles disidentes colorados enajenaron a muchos colorados mientras que su cooperación con Saravia —para evitar el peligro de otra revolución blanca— aumentó aún más el prestigio del caudillo nacionalista. (34)

Saravia, que con grandes dificultades había logrado reunir unos miles de hombres en el 97, ahora, sin duda, podría fácilmente duplicarlos. La moral blanca estaba alta; las contribuciones para el tesoro del Partido y para el ejército de Saravia habían aumentado. Saravia permanecía en su estancia a muchas leguas del ferrocarril más cercano, y se negaba a ir a Montevideo. Intuía que en Montevideo parecería un paisano, pero en su estancia las figuras públicas de Montevideo serían las fuera de lugar. Cuando surgían cuestiones de gran importancia, el presidente de la República y el Directorio del Partido Nacional le enviaban emisarios.

Prueba de que Cuestas había dividido al Partido Colorado, mientras que Saravia había unido a los Blancos, se dio en 1900 al ganar los Nacio­nalistas en las elecciones departamentales para el Senado cinco de las seis senaturías en disputa. El horror de que las elecciones generales de 1901, si fueran disputadas, terminarían en guerra civil convenció a las clases con­servadoras, a Cuestas y al Directorio del Partido Nacional a hacer un nuevo acuerdo, con los Nacionalistas manteniendo una fuerte posición minorita­ria en la legislatura y con los Colorados colectivistas excluidos. Y para apa­ciguar a Saravia, que había querido disputar las elecciones, Cuestas secretamente acordó no interceptar ciertos envíos de armas que los Nacio­nalistas habían comprado en el exterior. (35)

Los Nacionalistas, al aceptar el acuerdo, no sólo habían aceptado ser minoría en la legislatura, también habían acordado precisamente por ser minoría, no tener los votos necesarios para elegir a un miembro de su par­tido para la próxima presidencia, dado que la Constitución establecía que el presidente de la República fuera elegido por voto mayoritario de los le­gisladores, no por elección popular. Los nacionalistas contaban con que habiendo varios candidatos colorados, ninguno de ellos podría obtener la mayoría absoluta exigida por la Constitución, sin tener los votos de los legisladores blancos. En consecuencia, la influencia nacionalista sobre el futuro presidente continuaría, incluso sería mayor que la ya considerable que el Partido ejercía sobre Cuestas.

Desde el 97, ambos partidos habían redamado elecciones libres y ha­bían aprobado la legislación que las reglamentaría. Saravia estaba refor­zando su ejército para asegurarse de que se respetarían los derechos de su partido cuando llegara el momento de las elecciones libres. Los colorados estaban divididos pero decididos a no perder el poder. Sin duda, el pró­ximo presidente tendría un gobierno difícil, hasta con guerra.

(1) Realidades", El Siglo, 17 de enero de 1902.

(2) Dirección General de Estadística, Anuario Estadístico de la República Oriental del Uruguay, 1902-1903 (2 vols., Montevideo, 1903), I, 3-5 (citado en adelante como Anuario Estadístico).

(3) JuanCarlos Blanco, El puerto de Montevideo (Montevideo, 1912), 26-27; Diariode sesiones de la H. Asamblea General, X, 113-114 (citado en adelanle como Asamblea General}.

(4) Federico Rahola, Sangre nueva, impresiones de un viaje a la América del Sud (Barcelona, 1905, 238); Lincoln Hutchmson,Keport on Trade Conditions in Argentina, Paraguay, and Uruguay (Washington, 1906), 20-21.

(5) i. Fred Rippy, British Investments in Latín America, 1922-1949. A Case Study in the Operations of Prívale Enterprise in Retarded Regions (Minneapolis, 1959), 142, Las cifras de Rippy corresponden a 1900. W. Herbert Coates, "Situación comercial", en Reginald Lloyd y otros, editores, Impresiones de la República del Uruguay en el siglo veinte (Londres, 1912), 83.

(6) Juan Carlos Quinteros Delgado, Historia, legislación y jurisprudencia de adua­nas (2 vols. Montevideo, 1933), I. 271.

(7) Anuario Estadístico, 1902-1903, II, 259.

(8) "Las huelgas", La Nación, 21 de enero de 1902.

(9) Juan José Castro, Estudio sobre los ferrocarriles sud-americanos y las grandes líneas internacionales (Montevideo, 1893), 14-17.

(10) Juan Ángel Alvarez Vignoli, Evolución histórica de la ganadería en el Uru­guay. Tesis presentada para optar al título de ingeniero agronómico (Montevideo, 1917), 101-116; Honorio Camps Fajardo, "Ganadería", Diario del Plata, 1930 (Montevideo, 1930), 195-208; Simón G. Hanson, utopia in Uruguay; Chapters in the Economic History of Uruguay (Nueva York, 1938), 215-216.

(11) Diario de Sesiones de la H. Cámara de Representantes, CLXV11, 164-165, 691 (citado en adelante como Cámara). Anuario Estadístico, I9O2-1903,11, 52; José Serrato, "Economía rural", El Siglo, 8 de junio de 1902.

(12) Anuario Estadístico. 1915,; Anuario Estadístico 1902-1903, II, 52.

(13) Ibid.

(14) Alberto A. Márquez, Bosquejo de nuestra propiedad territorial. Tesis presen­tada para optar el grado de doctor en jurisprudencia (Montevideo, 1893). Márquez cal­culaba en 1893 que por lo menos 1.000 de las 7.000 leguas cuadradas del Uruguay eran tierras fiscales; ibíd., 378. Martín C. Martínez, La renta territorial (Montevideo, 1918), 228-236.

(15) "Asociación Rural del Uruguay", El Nacional, 26 de julio de 1902.

(16) Anuario Estadístico, 1902-1903, I, 110-112.

(17) Adolfo H. Pérez Olave, El problema de la instrucción piíblica (Montevideo, 1904), 51-52.

(18) Anuario Estadístico, 1902-1903, \, 116, 387.

(19) Ib(d., I, 172.

(20) Ibíd., I, 7; Anuario Estadístico, 7907,850.

(21) "Un proyecto innocuo", La Nación, 15 de abril de 1902; Cámara CLXVII 343-351.

(22) Carlos Visca. "Aspectos económicos de la época de Reus", Revista Histórica de la Universidad (Montevideo), segunda época, I (febrero de 1959), 39-55.

(23) Octavio Morató, Surgimientos y depresiones económicas del Uruguay a través de la historia (Montevideo, 1938), 15-40. Eduardo Acevedo, Anales históricos del Uru­guay (Montevideo, 1934), V, 172.

(24) Anuario Estadístico, 1916, 472.

(25) Anuario Estadístico, 1902-1903, I, 416; Anuario Estadístico, 1915, 98-100; Antonio M. Grompone, "Comercio", Diario del Plata, 1930, 189.

(26) Anuario Estadístico, 1915, 467-468; José Serrato, "Problemas económicos", El Siglo, 4 de junio de 1902.

(27) Anuario Estadístico, 1902-1903, II, 487. La diferencia entre las rentas públicas y el monto menor del presupuesto venía de la práctica de no incluir en éste ingresos no recurrentes, como los ingresos recaudados para la construcción del puerto.

(28) Anuario Estadístico. 1951-333; Asamblea General, X, 117.

(29) (29) Eduardo Acevedo, Notas y Apuntes. Contribución al estudio de la historia eco­nómica y financiera de la República Oriental del Uruguay (Montevideo, 1903), I, 5-7.

(30) Juan Antonio Oddone. El principismo del setenta. Una experiencia liberal en el Uruguay (Montevideo, 1950), ofrece una evaluación más favorable.

(31) Juan E. Pivel Devolo, Los partidos políticos en el Uruguay 1811-1897(2. vols., Montevideo, 1942) tomo II, 106-394.

(32) Selecciones del archivo de Saravia, con comentarios de su hijo Nepomuceno, han sido publicadas por el nielo de Saravia, Nepomuceno Saravia García, Memarías de Aparicio Saravia (Montevideo, 1956), citado en adelante como Memorias de Saravia El hijo del secretario de Saravia utilizó el archivo de su padre en la preparación de Apa­ricio Saravia, héroe de la libertad electoral, por Luis R. Ponce de León (Montevideo, 1956), citado en adelante como Ponce de León - Saravia.

(33) Cuestas describe la escena en Juan Lindolfo Cuestas, Páginas sueltas (3 vols., Montevideo, 1897-1901), III, 351-352. Las hijas de Idiarte Borda defienden su memoria en C. Idiarte Borda y M. E. Idiarte Borda, Juan Idiarte Borda; su vida, su obra (Buenos Aires, 1939).

(34) José Luciano Martínez, Cuestas y su administración (Montevideo, 1904), el único estudio extenso, escrito por un colorado opuesto a Cuestas, incluye todos los ve­jámenes.

(35) Memorias de Saravia, 300.